La Navidad de un ateo

Durante años, durante ese período de la vida en la que es fácil creer y en la que uno piensa que por conocer el misterio de los reyes magos se es ya un adulto, viví la Navidad como dicen los cánones de la religión, católica. Es más, esperaba ansioso la hora de ir a la Misa del Gallo, a la que primero asistía con mis padres y luego con algún amigo. Cierto que en los últimos años el principal atractivo que veía en la ceremonia era el espíritu de confraternidad que se respiraba a la salida y que permitía que mi, por entonces, adorada Ana Mari me diera un par de besos, castos, claro. Pero daba igual, ya me encargaba yo en mis sueños húmedos de trastocarlos en lujuriosos.
Luego siguió la fase descreída, en la que me sentaba mal la misma idea de la existencia de Dios y no entendía cómo nadie con más de 2 milímetros de frente podía siquiera pensar en la existencia de un ser de tal naturaleza, un Dios que era trino y que era uno, que era capaz de dejar embarazada a una chica hebrea poniéndola en un serio apuro social, que era capaz de masacrar a los infantes de Egipto y que luego se autotitulaba el Dios del amor. No me cuadraba, no lo entendía y, por qué no decirlo, me cabreaba. En esos tiempos la Navidad era para mi una época gris, triste bajo las sonrisas forzadas, y un caldo de cultivo para la depresión, caldo que se alimentaba con la desgracia de los inflexibles cumpleaños que cada 25 de diciembre me recordaban que era doce meses más viejo... Jodida Navidad.
Sin embargo, el tiempo, ese que cada 25 de diciembre me hace, por mor del calendario, un poco más viejo, también procura que los pensamientos se serenen, que las decisiones se demoren un poco más y que las reacciones viscerales tarden una décima de segundo más en producirse, justo el tiempo para una furtiva reflexión. A ello hay que añadir el efecto sedante de los hijos, niños que se ilusionan esperando sus reyes, que escriben una carta llena de garabatos y manchones de lápiz mal borrado. Y entonces sucede, te das cuenta de que, efectivamente, hoy lo menos importante es el simbolismo religioso, que el consumismo ha intoxicado hasta la médula a estas Navidades y que hasta los niños se dejan llevar por el consumismo; pero esa ilusión inquebrantable, esa inocencia bendita, le hacen a uno pensar que, al fin y al cabo, por mucho que fuera imposible que en Israel hubiera pastores apacentando sus rebaños en diciembre, o por mucho que la idea de Dios a mi no me diga nada, mereció la pena la instauración de esta fiesta. Así que la próxima vez que se sientan tristes en Navidad, les aconsejo que se acerquen a uno de esos reyes magos o papa noeles que abundan por ahí y miren las caras de los niños que esperan pacientemente en la cola.

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