Enzo Ricordi (IV)

Una caja de seguridad, de eso no hablaba la carta. Esto era algo aún más inesperado que lo de encontrar la cuenta con los cincuenta millones. Tenía que reconocer que D. Santiago hacía las cosas con un cierto sentido retorcido de lo dramáticamente efectivo. Se sintió manejado por un par de hilos invisibles movidos desde algún lugar en lo alto por el viejo traficante. La atmósfera fría de la caja acorazada le vino bien para despejar su cabeza, demasiado embotada como para seguir encajando mazazos como los que, estaba seguro, encontraría en la caja.
Envueltas en un papel celofán azul encontró unas cuantas fotografías en las que reconoció a su madre. En algunas estaba acompañada por un hombre que debía ser un don Santiago joven, pero la mayoría eran retratos a la manera de las pin ups, en las que aparecía en posturas provocativas y desnuda o con ropa interior. Ver así a su madre le impactó, era algo que nunca podría haber llegado a pensar de ella. Siempre la tuvo por una mujer de iglesia, casi una beata que no se perdía una novena, y que siempre andaba rezando el rosario para pedir perdón por las cosas más nimias. Una mujer volcada igualmente en su familia, con un marido que apenas estaba en casa y un hijo al que cubría de besos casi constantemente. ¿Pudo esa mujer vender su cuerpo a un monstruo a cambio de su bienestar? ¿Eran las novenas una forma de hacerse perdonar el pecaminoso adulterio? ¿Realmente iba a la iglesia o era una excusa para encontrarse con el traficante? Unas lágrimas se escaparon de sus ojos. Resbalaron a ambos lados de su nariz y llegaron a la comisura de los labios. Unas lágrimas saladas y amargas. Recordó como su madre solía limpiarle la cara tras un berrinche, cómo le acariciaba la espalda con movimientos lentos y marcados, que le daban una enorme sensación de calor y tranquilidad. Le hubieran venido bien los arrumacos de su madre ahora. Sacó el pañuelo de papel que solía llevar en el bolsillo a causa de una rinitis persistente que arrastraba desde la adolescencia y segó las que estaban brotando nuevamente. Apartó la mirada de aquellas fotos y las volvió a envolver en el celofán con el firme propósito de no volverlas a ver y destruirlas en cuanto llegase a casa. Junto a las fotos encontró múltiples recortes de periódicos, así como multitud de hojas de papel escritas con la misma letra temblorosa de la que le ardía en el corazón. No necesitaba mirarlas, enseguida supo que esas cartas eran pedazos de su historia, unos trozos que él desconocía y que no estaba seguro de querer conocer. Cerró la caja y salió de la cámara metálica dispuesto a no entrar nuevamente.
El director del banco, obsequioso, le hizo saber que aún cuando su visita a las cajas de seguridad devengaba un importe, D. Santiago se había tomado la molestia de dejarlo abonado antes de su desgraciada muerte. Mientras Enzo intentaba escapar de aquel caza depósitos, éste se deshacía en elogios hacia el ahora odiado personalmente Santiago Asegurado: que si era un gran hombre, que si en la entidad se le tenía mucho aprecio, que siempre había trabajado con ellos, que no les importaba que hubiera estado en la cárcel, que por encima de los actos humanos estaban las intenciones, y que éstas eran buenas. Sin embargo Enzo sabía que todo aquello, en realidad, era una forma de suplicarle que no se llevara el dinero al banco del que era consejero.

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