Un cuento borgiano... O no...

Este cuento lo escribí hace ya años. En el fondo es una metáfora de la sobrevaloración del precio de las viviendas y de cómo a los que en 2002 comenzamos a decirlo nos tomaron por agoreros y nos indujeron una recaída en la úlcera. Afortunadamente, hoy ya casi nadie duda de que nos encontramos ante una burbuja inmobiliaria, llámesele eso o exhuberancia irracional de los ladrillos...

Publio Peyo fue, en opinión de muchos, uno de los más polémicos de los consejeros del senado romano. Sin embargo, se suele olvidar, y de ahí nace la confusión, que hubo dos personajes del mismo nombre y de similar época; circunstancia ésta que ha provocado que multitud de hechos protagonizados por el uno sean achacados al otro, y viceversa. A ello hay que agregar el flaco favor que al conocimiento de la verdad hicieron sus cronistas coetáneos, más preocupados por las florituras gramaticales, que por el desenredo de la verdad.
Para los entendidos y para los que no, digamos que nos referiremos al Publio Peyo que fue consejero de Julio César, es decir, al que normalmente conocemos con el apodo de “el joven”. Hasta hace bien poco todo lo que sabíamos de los últimos días de Publio era que su muerte había estado provocada por su intervención en la polémica de los precios de los esclavos. Las sucesivas ampliaciones del territorio sometido por los romanos, el importante flujo de oro y personas que llegaban hasta la metrópoli y las necesidades de mano de obra hicieron surgir un floreciente mercado de esclavos.
Marco Meronio señala en su crónica de esos días que llegó un momento en que el precio de los esclavos comenzó a subir de manera acelerada. El enriquecimiento de los soldados que volvían de las campañas victoriosas, el flujo de nuevos ciudadanos provenientes de las alejadas colonias y la venta de los productos de la ciudad eterna justificaban, según la opinión general, esta situación. Sin embargo, llegó un tiempo en el que el mercado de esclavos se convirtió en una forma de aumentar la riqueza, más que de un lugar en el que satisfacer las necesidades de mano de obra. Muchos descubrieron que la lentitud con la que llegaban los nuevos contingentes de esclavos, ofrecía importantes oportunidades de negocio. Al principio, algunos compraban un esclavo y lo vendían a los pocos meses, después de haberles enseñado un oficio. Con ello obtenían importantes ganancias. Pero, en poco tiempo, fueron muchos los que se arriesgaron a operar así llegando a convertirse en una inversión más rentable que el cultivo del vino.
Cuenta Patroclo que en una ocasión, un joven patricio llegó a comprar y vender 3 esclavos en un mismo día con la misma inversión y, lo que es más sorprendente, uno de los esclavos pasó por sus manos dos veces en menos de 24 horas.
Los comerciantes tradicionales, aquellos que los compraban en los mercados de las provincias más lejanas y los traían en caravanas o barcos hasta Roma, estaban encantados. Hemos de suponer que la buena marcha del mercado de esclavos de segunda mano y la fiebre generalizada de compras, con la subsiguiente alza de los precios, les impulsó a llegar cada vez más lejos y con barcos más grandes en busca de material con el que alimentar tan insaciable mercado.
Sin embargo, algunos patricios, sobre todo los de menores riquezas y más ligados a la agricultura, comenzaron a sentirse perjudicados por cuanto se les encarecía sobremanera uno de sus principales medios de producción y subsistencia. En el senado se discutía mucho sobre estos asuntos. Y, siguiendo de nuevo a Marco Meronio, a nuestro Publio Peyo el joven, que siempre había obrado de buena fe, dedicó muchas horas a estudiar dicho asunto. Publio descubrió que el incremento de los precios no respondía de manera total a un aumento de las necesidades de mano de obra de la ciudad. Dedujo que, dado que las fronteras del imperio habían alcanzado casi los límites del mundo conocido y, dado que no era lógico pensar que el flujo de riquezas y nuevos ricos continuase de manera indefinida por mucho más tiempo, llegaría el momento en que se quedaran esclavos sin vender en las subastas y que los precios de los mismos se vendrían abajo de manera sorpresiva y catastrófica.
Parece ser que no fue el único que dijo cosas similares por aquellos días, y que algunos de los más sabios, mucho más que él, llegaban a la misma conclusión. Publio, sin embargo, lo dijo en sesión publica del senado y algunos senadores, muchos de ellos tratantes de esclavos, vieron en sus palabras un ataque malintencionado a su negocio. Pidieron la cabeza de Publio a Julio César y, éste, impelido por las presiones de algunos de sus principales valedores terminó pidiéndole al consejero que utilizara la cicuta para eliminar el problema.
Esta es la historia que hasta hoy conocíamos. Sin embargo ha llegado últimamente a mi poder un estropeado manuscrito del siglo XII en el que se cita una carta de Publio el joven a su amigo Julio César. Este manuscrito apareció en 1989 durante una subasta de la casa Sotheby´s, en Nueva York y fue comprada por un coleccionista que la legó a su muerte, acaecida en 1995, a la Fundación Angloespañola de Estudios Medievales. El catalogador del legado, un buen amigo, contactó conmigo hace dos años y, sabiéndome aficionado a este tipo de temas y a este personaje, me hizo llegar una copia para su estudio.
Sería muy largo reproducir aquí la larga epístola y los bellos giros verbales y metáforas que utilizaba Publio, así que nos conformaremos con un breve resumen. La carta, en esencia, era una larga queja en la que Publio le decía a Julio que él había creído conveniente exponer los riesgos que vislumbraba en el horizonte, incluso para los propios tratantes, ya que una bajada de precios tan importante podría perjudicarles, no sólo en cuanto al descenso de las ventas (su mayor preocupación), sino también por las pérdidas que les ocasionaría esta situación con las partidas de esclavos que estuvieran en ese momento camino de Roma, compradas a precios muy elevados y traídos a la metrópoli desde lugares muy lejanos y, por tanto, también muy caros. Publio se sorprendía de la cortedad de miras de los mercaderes que sólo vieron un ataque a sus negocios y no un aviso. También aducía el sobrepasado Publio que muy pocos de ellos habían tenido a bien escuchar sus razones. Le dolió que parte de ellos hubieran sabido de sus opiniones sólo a través de terceros, la mayoría de las veces de manera distorsionada. Y, esta es la primera gran novedad, mantenía que en ningún momento llegó a hablar de que hubiera un peligro inminente ni que fuera imparable su ocurrencia. Es más, en su parlamento él mencionaba la posibilidad de que la situación, una vez conocida, fuera siendo reconducida por las autoridades de la ciudad, de manera que los precios de los esclavos terminaran volviendo poco a poco a tener crecimientos similares a los del vino o el aceite.
La segunda gran novedad que aporta este escrito es que la cicuta no le fue recomendada por Julio César, ni por ninguno de los senadores, por mucho que alguno lo deseara fervientemente. Publio se despide de su amigo César reprochándole la falta de apoyo y decepcionado por el funcionamiento del Senado. Publio Peyo el joven definitivamente se envenenó a si mismo por decisión propia. Es este un final más propio del personaje.
Pero este final deja sin aclarar aún un punto oscuro de esta historia. A día de hoy no sabemos que pasó finalmente con los esclavos. Sólo tenemos las impresiones del profesor Abrahams, de la Universidad de Chicago, de que efectivamente, el propio Julio César tomó medidas al respecto, dificultando la compraventa de esclavos para especular y que, inclusive, ésta podría ser la causa última de su triste final, no en vano Bruto era uno de los principales comerciantes de esclavos de la ciudad.

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