A favor del pragmatismo económico

En los últimos meses estamos asistiendo a numerosos debates en torno a las formas de atajar la crisis que amenaza con socavar no ya las economías, sino también los gobiernos de la mayor parte de los países desarrollados. Normalmente estas controversias son enfrentadas por los economistas desde el cliché ideológico en el que se siente cómodo el autor. De un lado están los neokeynesianos, que hacen de la intervención pública la piedra angular del futuro. Del otro, siguen estando los neoliberales, alineados con las tesis de la escuela austriaca y Milton Friedman. Para estos, la crisis actual es consecuencia de la ruptura de la ortodoxia económica y hasta por los excesos de la regulación.

Sin embargo, lo que solemos olvidar con demasiada facilidad es aquello que nos distingue de las ciencias denominadas exactas. La materia de estudio de la economía es el comportamiento humano y éste no se suele dejar encorsetar en estructuras rígidas. Antes al contrario, la capacidad del homo sapiens para modificar su comportamiento en función de nuevas circunstancias es precisamente una de las claves evolutivas que le han permitido llegar hasta hoy.

Cuando ya no es relevante saber el porqué de la crisis, sino la búsqueda de soluciones que pongan freno al círculo vicioso en el que nos encontramos inmersos, lo que debería predominar es la ductilidad o, si se quiere, el pragmatismo. El problema es que el aumento del desempleo y de las pesadillas de los ciudadanos puede terminar por derivar en los monstruos del populismo y el totalitarismo (ya sea de izquierdas o de derechas). Antes de llegar a esos extremos que nadie desea, hay que ponerse manos a la obra. Por un lado hay que frenar el deterioro de la demanda, lo que conllevaría medidas tendentes a garantizar la seguridad del sistema financiero, así como medidas de expansión fiscal a través de programas de inversión pública con efectos beneficiosos en el medio y largo plazo. Asimismo, podrían resultar positivas medidas de redistribución fiscal. La contrapartida de todo esto sería, lógicamente, más déficit.

Entre las medidas tendentes a mejorar la confianza de las familias y las empresas, habrá que esforzarse por montar un sistema de control de los mercados financieros internacionales que sea eficiente y cuyo coste se vea compensado por la reducción del riesgo. La regulación del mercado no es intrínsecamente perniciosa, pero el mercado desregulado ha demostrado que puede fácilmente llegar a serlo.

Por otro lado, y como dice Samuelson, el mercado es necesario como mecanismo de asignación. En este sentido, el mercado castiga a los ineficientes con la desaparición. Las intervenciones de salvamento han lanzado un claro mensaje: si eres suficientemente grande, no te dejarán caer. El problema es que la dimensión se ha convertido en un factor de competitividad muy importante en la economía global y es muy sencillo encontrar gigantes empresariales en todos los mercados. No obstante, habrá que hacer pagar a los culpables una parte de la factura, aunque sea de forma retrasada en el tiempo.

La emergencia hoy es volver a poner en marcha el sistema, aunque eso suponga un déficit hoy o una inflación desatada mañana. La emergencia es frenar la caída de la actividad. A largo plazo otras medidas serán necesarias en el caso de España: un replanteamiento de nuestro ineficaz sector público, la homogeneización de la multitud de normas municipales y autonómicas que traban el mercado único nacional, la reforma del sistema educativo, y un largo etcétera que nos permitan mejorar nuestra capacidad de crecer en el futuro.

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