La agricultura es alimentación y mucho más...

Hace unos días corría como la espuma por el Twitter agroalimentario hispano el post de Felipe Medina titulado: la agricultura es alimentación (en referencia al lema de la XIII Asamblea de COAG). El éxito de esta afirmación tan evidente también lo es (evidente): el creciente proceso de urbanización y el cambio de mentalidad de la sociedad están contribuyendo a desvincular ambos conceptos. Para mucha gente que sólo se relaciona con la comida en los lineales del supermercado y en su cocina, el origen de esos productos y la forma en la que han llegado a sus manos son agujeros negros, tan inmensos como el que ocupa el centro de la Vía Láctea. Sólo mantienen un alto grado de preocupación por la seguridad de los mismos. Seguridad que en nuestros días se da por supuesta, ya que confiamos en que los controles sanitarios eviten la llegada al consumidor de productos peligrosos. Por eso, lo que Medina escribió llamó tanto la atención. El sentido último de la agricultura es la alimentación y, como tal, es el sector más estratégico de la humanidad, pues está en la base de nuestro proceso de reproducción como especie. La historia pone de relieve una y otra vez que las civilizaciones sucumben por guerras o por crisis alimentarias. Es cierto que nuestra sociedad posindustrial parece, a simple vista, tan alejada del campo que es fácil creerla inmune a la escasez de alimentos; nuestra suficiencia tecnológica se nos antoja tan abrumadora que pensamos que nada ni nadie puede tumbarla. Sin embargo, las previsiones de crecimiento para la población mundial en los próximos años impulsarán al alza los requerimientos de alimentos, los cuales sólo puede fabricar la agricultura cultivando más superficie y/o con mayores rendimientos por hectárea. Es por ello que países como China o Arabia Saudí están comprando tierras de cultivo por todo el planeta: para garantizarse un suministro de alimentos constante en cualquier circunstancias. Pero el papel de la agricultura es más rico de lo que parece. En muchos lugares del mundo y en todas las zonas rurales es el mejor motor de desarrollo disponible (a veces, el único). Como recurso endógeno que es, posibilita movilizar las disponibilidades locales (al menos cuando la iniciativa es tomada por los agentes autóctonos). El agro también es un elemento crucial en el manejo del territorio, no en vano es un gran consumidor del mismo. Y de agua, la otra gran problemática global a largo plazo. Sin embargo, en la mayor parte de las sociedades avanzadas, en las que el peso en la estructura productiva no sobrepasa el 2% del PIB, la agricultura ha pasado a un plano marginal, lo que se traduce en un escaso peso político y una más que ridícula capacidad de incidir en las decisiones gubernamentales. Sólo así se explica que, por ejemplo, se haya colado de rondó en la negociación con Marruecos el sector del aceite de oliva, sin que nadie haya avisado previamente de ello: no debía ser importante. Es posible que en un frío análisis de coste-beneficio, Europa gane más vendiendo coches y electrodomésticos que tomates o aceite. Pero la influencia local, puesto que las producciones agrarias tienden a concentrarse en el espacio, puede ser devastadora. Puede que eso explique, además, la escasa importancia que se ha dado en España a la necesaria concentración cooperativa. En la mayor parte de países en los que las cooperativas agrarias han logrado integrar porcentajes sustanciales de la producción, ha habido detrás una clara actuación de la Administración para favorecerla. Tal vez porque han entendido que es la mejor forma de equilibrar una cadena de suministros alimentarios que se sesgaba a favor del último eslabón de forma peligrosa. Tal vez porque hayan creído que la mejor política de desarrollo rural pasaba por el logro de una remuneración justa para los agricultores. Dicho esto es importante dejar claro que la marcha futura de la agricultura no sólo depende de las decisiones públicas. Los propios agricultores deben ser conscientes de su papel protagonista en su destino. Son ellos los que tienen que tomar las decisiones que les acerquen a las dimensiones adecuadas, y son también ellos los que deben interpretar sin intermediarios las necesidades del mercado que es, finalmente, quien va a consumir sus productos.

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