La trinidad del agua: bien social, recurso económico y base de la vida
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España es una de las potencias agroalimentarias europeas. La base de nuestra potencia se encuentra en nuestra situación en una zona templada y en la gran diversidad de climas y de ecosistemas, lo que nos permite ofrecer un amplísimo surtido de productos agrarios y ganaderos de una calidad normalmente excelente, a unos precios razonables.
Sin embargo, la propia base de nuestra ventaja da origen también a uno de nuestros principales problemas. En España, las disponibilidades hídricas, como las de horas de sol o la altitud, son muy variables a lo largo y ancho de nuestro territorio. La agricultura, en el fondo, es un complejo proceso de transformación de agua, energía solar y algunos elementos químicos en masa vegetal y, en última instancia, en energía vital o combustible para los seres humanos. Los compuestos químicos pueden estar presentes en el suelo, o pueden ser inducidos con el turno de cultivos adecuados. Incluso, también pueden ser directamente añadidos: son fácilmente transferibles, por su capacidad para ser apropiados (en el sentido de propiedad), almacenados, transformados y transportados. Estas características los conviertan en sujetos de comercio, por lo que su no disponibilidad local puede ser compensada de manera sencilla. Por el contrario, la energía solar y el agua no reúnen casi ninguna de esas características. Es cierto que la energía solar puede ser sustituida en parte por energía luminosa alimentada con electricidad o acumulada en baterías, pero solo funciona como solución alternativa en explotaciones pequeñas, muy intensivas y con productos capaces de alcanzar un elevado precio en los mercados de consumo que compensen los costes de la energía. También el agua se puede transportar. Sin embargo, las infraestructuras necesarias para dicho transporte son de un elevado coste de construcción y conllevan un enorme rechazo social. Esto es en parte por la consideración del agua como un bien social (que sostenía Aguilera Klink) y en parte por los cambios habidos en los valores de la sociedad y su creciente preocupación por la sostenibilidad.
Volviendo al caso español, la España húmeda cuenta con recursos hídricos superficiales y lluvias relativamente abundantes, lo que facilita la obtención de unas producciones agrarias considerables. Sin embargo, la España seca dispone de mejores temperaturas medias y más horas de luz que le permiten obtener producciones agrícolas en fechas tempranas con la posibilidad de obtener mejores precios o mejores rendimientos. Pero no tiene agua. En realidad, nuestro país se enfrenta de manera recurrente a prolongadas sequías que restringen las disponibilidades hídricas en todas las regiones, incluso las consideradas húmedas.
Antes de seguir con este razonamiento, vamos a dar un paseo por la teoría económica clásica. Los estudiantes leían en sus libros de texto que existen una serie de bienes cuya disponibilidad es libre, prácticamente infinita y gratuita. Entre los ejemplos que aparecían dichos libros estaban el aire y… el agua. Hoy sabemos que ni siquiera el aire está garantizado, por lo menos en unos niveles de calidad que permitan la vida humana: nuestra contaminación puede hacerlo literalmente irrespirable. El agua también adolece del mismo problema, pero multiplicado, porque la disponibilidad esta en cantidad y calidad suficiente siempre ha sido uno de los principales limitantes de los territorios para albergar poblaciones humanas y el desarrollo de actividades económicas, por lo que nunca debió de considerarse libre. (Es posible que parte de nuestros problemas con ella hoy provengan de los sesgos que esta visión tradicional ha dejado en nuestras mentes).
Por otro lado, el aumento de las temperaturas provocado por el calentamiento global y el cambio climático inducido podría hacer que los problemas históricos de España con el agua se exacerben con el tiempo y la previsible y prevista reducción de las precipitaciones.
Finalmente, y como ya hemos comentado, la “conciencia ecológica” de la sociedad va en aumento y es solo cuestión de tiempo que la huella hídrica o alguno de sus indicadores relacionados se convierta en una de las variables que los consumidores quieran conocer a la hora de adquirir los productos de su cesta de la compra. No solo querrán que sus alimentos sean sanos, sino que se hayan producido en condiciones ambientales sostenibles y sin recurrir a excesos sociales.
Por tanto, si España quiere seguir siendo en el futuro la potencia agroalimentaria que hoy es tendrá que solucionar de una vez por todas el problema hídrico, teniendo en cuenta que frente a las restricciones ambientales y sociales, podemos contar con el apoyo de la tecnología y (por supuesto) con el del sentido común (sea lo que sea que este sea).
Volvamos ahora a la línea del discurso inicial. En España, las disponibilidades hídricas han sido históricamente un limitante de primer orden. Incluso en los tiempos más recientes. De hecho, una de las conclusiones extraídas de un reciente libro sobre la modernización de regadíos de la Editorial Cajamar es que dicha modernización ha permitido diversas mejoras en las producciones: desde un evidente aumento del rendimiento físico de las cosechas hasta una mejora de la rentabilidad (derivada de la posibilidad de más alternativas de cultivo y de mayor valor comercial), pasando por la mejora de las condiciones de vida de los agricultores motivada por la eliminación de sistemas de riego por turnos que exigían trabajos a altas horas de la madrugada.
Por otro lado, en los lugares en los que las disponibilidades hídricas superficiales son escasas se ha recurrido al bombeo de las disponibilidades subterráneas. Muchas de las zonas agrícolas más activas y rentables de España se riegan recurriendo a pozos. El problema de estos acuíferos es similar al del petróleo. Su velocidad de recuperación suele ser inferior a la de bombeo, por lo que a medio y largo plazo terminan por agotarse, salinizarse o ambas cosas. El caso almeriense es paradigmático, sus invernaderos generan producciones y rentas muy por encima de las representatividad de la superficie ocupada, pero esto se logra a costa de bombear agua de unos acuíferos que tienen una capacidad más o menos conocida y que en este momento se ve superada por las extracciones destinadas al regadío, pero también al consumo humano (en el que se inserta el generado por la actividad turística).
Un planteamiento simplista podría llevar a que se limiten territorialmente los consumos a las disponibilidades de agua reales (las que garantizan un nivel de afectación a los recursos de la próxima generación tendente a cero). Esto implicaría el desplazamiento de muchas personas dentro y fuera de nuestras fronteras y tendría unos costes sociales inasumibles. Otra solución extrema, la del puro mercado, implicaría la gestión de los recursos hídricos asignando precios en función de la escasez relativa y de su capacidad para crear valor en cada territorio. Obviamente esta versión de la realidad nos originaría también desplazamientos de personas, actividades y, obviamente, del agua, que buscaría las mayores remuneraciones. Y tendríamos que abordar el problema de los “parias del agua”.
Aquí debemos echar mano del sentido común; la solución no es única ni estática y debe recoger lo mejor de ambos extremos, sumarle la disponibilidad de tecnología y dejar actuar al mercado allí donde sea útil y procurar no rebasar los límites de la sostenibilidad; ni en el conjunto del país ni en espacios territoriales concretos. Tampoco hay que pecar de optimistas y pensar que la tecnología va a solucionar todos nuestros problemas. Cualquier solución deberá pasar seguramente por ordenar prioridades y arbitrar renuncias de unos agentes u otros.
Desde una perspectiva amplia, todos los recursos hídricos del planeta son reciclables; tenía razón Borges al escribir "pero como los mares urden oscuros canjes / y el planeta es poroso, también es verdadero / afirmar que todo hombre se ha bañado en el Ganges". El verdadero problema es pues de disponibilidad local y de calidad. Estas son las dos variables sobre las que no podemos dejar ni un instante de posicionar la lupa.
A día de hoy, y con el nivel de conocimiento que tenemos, se pueden llegar a calcular de forma razonable las disponibilidades medias de agua de cualquier territorio, sumando los históricos de precipitaciones, los sondeos de los acuíferos (en este sentido los estudios del Instituto Tecnológico Geominero de España son una valiosa herramienta), las aguas residuales depuradas de ciudades e industrias, las capacidades de las plantas de desalación y hasta los sistemas de reutilización en regadíos o los de recuperación de pluviales. Evidentemente, cada una de estas fuentes tiene unos costes de obtención muy diferentes por lo que el mercado les asignaría precios distintos. Un sistema puro de mercado en zonas secas llevaría al agotamiento de los acuíferos y luego a un incremento repentino de los precios del agua para los consumidores. En este sentido, tal vez un sistema de precio homogéneo sería más razonable: los usuarios estarían pagando los costes del sistema pero se dejarían llevar por criterios relacionados con la capacidad de generar ingresos y por la calidad. Obviamente, un modelo como este implica que no puede haber jugadores de ventaja en el sistema (por ejemplo, quienes exploten pozos ilegales o quienes logren escapar del sistema de precios por alguna otra vía). Otra de las implicaciones, más bien una premisa, es que no se puede gastar más agua de la disponible, al menos que se trate de situaciones temporales o que haya comunidades dispuestas a ceder parte de su agua (a cambio obviamente de una compensación). Un modelo como este sería similar al eléctrico, solo que organizado en unidades territoriales más pequeñas: los precios de la energía son bastante independientes del sistema de generación de la misma, aunque los costes de cada sistema son diversos.
Para que funcione, debe ser adaptable a los cambios en las necesidades, incluso a los cambios tecnológicos. En este sentido, el papel de la tecnología es terriblemente relevante en un sistema así. Por un lado debe ayudar a controlarlo, para evitar despilfarros, consumidores gorrones o para avisar de situaciones excepcionales con la suficiente antelación. Por otro lado, desde el lado de la oferta, puede contribuir a un aumento de la misma, merced a mejoras en las técnicas de depuración o de desalación; o de recuperación. Y, por supuesto, desde el lado de la demanda, desarrollando sistemas cada vez menos consumidores de agua (desde sistemas de riego más eficientes, hasta plantas que requieran menos consumo para producir alimentos).
Obviamente, ni siquiera así se igualarían en todo el país los costes del agua (no se trata de eso), pero se permitiría el desarrollo de actividades económicas rentables teniendo el cuenta el factor sostenibilidad y seguirían existiendo incentivos para que las zonas más secas ahorren más aún en el consumo, se evitaría la inactividad de las desaladoras por el efecto de la comparación de sus precios de consumo con los de pozo y el consiguiente deterioro de los acuíferos, y se limitaría la extensión de superficies agrarias o explotaciones turísticas e industriales en función de las dotaciones teóricas de agua. Incluso, dejaría un espacio para que los mercados de agua jugasen un papel relevante.
Un sistema como el que estamos bosquejando se encontrará con innumerables dificultades para su puesta en marcha, de índole política, económica y hasta científica. Pero seguir sumidos en la inacción o en posiciones extremas inmovilizadoras solo nos puede llevar al desastre. Y a la melancolía.
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