¿Es la maldad de la banca o la brecha digital?

Cada vez tengo más claro que nuestra sociedad es asidua a confundir el síntoma con la enfermedad o las consecuencias con las causas, posiblemente porque nos hemos acostumbrado a los mensajes simples y directos que se han hecho omnipresentes desde la llegada de las redes sociales y el ascenso del populismo. 

Somos mayores, no idiotas

En la última semana hemos vivido un nuevo episodio de esta naturaleza. Una propuesta movida a través de Change.org por un médico valenciano jubilado en contra de la banca por la forma en la que se está tratando a las personas mayores y pidiendo un trato más humano para ellas. Según plantea, los cierres de sucursales, la complejidad de los cajeros, la disminución de horarios de atención al público, las derivaciones a las apps, etc. dificultan el acceso de las personas mayores al servicio bancario. Además, manifiesta haberse sentido «humillado al pedir ayuda en un banco y que me hablaran como si fuera idiota por no saber completar una operación».




En cuanto la petición se hizo viral, la respuesta del Gobierno fue rápida, la ministra Nadia Calviño exigió un plan a la banca para que los mayores no queden excluidos de los servicios financieros.

La banca, sospechosa habitual

La banca se ha convertido –algunos méritos ha acumulado para ello, es cierto– en sospechosa habitual de muchos de los males de la sociedad. Pero, no siempre es así. Y esta es una de esas ocasiones. El problema que señala el médico jubilado va más allá de la banca, mucho más allá. En realidad, son dos problemas; el primero es una cuestión de maltrato personal (el episodio de humillación, que no está justificado de ninguna de las maneras y que tiene que ver con la preparación de los empleados que atienden al público). El otro, tal vez más grave, es que la digitalización está generando una nueva forma de desigualdad en nuestras sociedades, la denominada brecha digital.

Pedir una cita para ir al médico o para acudir a cualquier organismo o empresa tiene que hacerse ya casi siempre a través de Internet. El propio certificado de vacunación de la Covid hay que tramitarlo a través de la web o de las aplicaciones que las comunidades autónomas han creado para sus servicios sanitarios. Cada vez más trámites con Hacienda o con la Seguridad Social solo se pueden hacer de forma online. El certificado digital se ha convertido en una herramienta indispensable cuyo funcionamiento, en lugar de simplificarse con el paso del tiempo se ha hecho más complejo (ahora hay que instalar un par de programas extras cuando antes solo bastaba con el propio navegador). 

Un nuevo problema: la brecha digital

La digitalización contribuye a mejorar la productividad general de una economía, pero como todo elemento de avance, genera también nuevos problemas y perdedores. En concreto, la brecha digital viene generada, a mi modo de ver, desde tres fuentes diferentes:

  • La geográfica, relacionada con la disponibilidad de infraestructuras básicas de conexión para aprovechar con toda su potencia las tecnologías digitales. Vivir en un municipio de la denominada España vaciada es casi siempre sinónimo de imposibilidad de acceder a redes de alta capacidad, ya sea fibra o 5G –en realidad, en la mayor parte de la España vaciada confluyen las tres fuentes de brecha–.
  • La relacionada con la renta. Los hogares con menor poder adquisitivo pueden quedar al margen de estas tecnologías, bien porque no puedan acceder a la compra de los elementos de conexión, bien porque no puedan invertir dinero o tiempo en la adquisición de los conocimientos necesarios para obtener de ellas los beneficios esperados.
  • La relativa a las capacidades personales. Determinadas discapacidades, ya sean de nacimiento o adquiridas por enfermedad o envejecimiento, dificultan o directamente imposibilitan el acceso a las tecnologías de digitalización.

La reducción de la brecha se soluciona a través de medidas que actúen en estos tres frentes, no solo en uno. Y parece obvio que esto trasciende las capacidades de la banca. Por ejemplo, la brecha originada por la geografía depende de las compañías de telecomunicaciones y de los poderes públicos que deben buscar fórmulas para que los servicios lleguen a la mayor cantidad de personas. Para reducir las diferencias originadas por las desigualdad de la renta, seguramente deban involucrar medidas fiscales, políticas activas de empleo, centros especiales distribuidos por el territorio, y un largo etcétera principalmente de carácter público. Respecto a las que tienen su origen en las capacidades personales, una parte de la solución tiene que venir de la propia tecnología, ampliando sus posibilidades de acceso, creando herramientas para personas con dificultades de vista, oído, lenguaje. Pero también debería responderse desde los poderes públicos, creando una red de apoyo y ayuda a estas personas –me atrevo a sugerir el uso de la experiencia de los centros Guadalinfo andaluces como fuente de inspiración–. Esta tercera fuente de brecha va a ir empeorando, no en vano dentro de 20 años la mayor parte de la generación del baby boom estaremos jubilados y España será probablemente un país de viejos.

Resumiendo, el problema no es la banca, es la digitalización. 

Pero, ¿qué pasa con la banca?

Vuelvo a la banca y a sus responsabilidades. El cierre de oficinas tiene dos claras motivaciones: una, el proceso de ajuste a través de fusiones de las entidades y otra, la necesidad de obtener rentabilidad en un momento de tipos de interés históricamente bajos, durante un tiempo muy prolongado y con un entorno competitivo cambiante.

Si echamos la vista atrás, hasta antes del estallido de la Crisis Financiera Internacional, el mapa de entidades en España era mucho más numeroso que el actual, y se dividía en tres tipos de entidades: 
  • los bancos, sociedades anónimas por acciones cuyo principal objetivo es obtener un beneficio con el que remunerar a sus accionistas; 
  • las cajas de ahorros, entidades de origen asistencial y mutualista muy centradas en la atención de las familias y pymes, y
  • las cooperativas de crédito, a su vez distribuidas en tres tipologías, las cajas rurales, las cajas populares y las cajas profesionales.

La crisis se llevó por delante a la mayor parte de las cajas de ahorros (hoy solo quedan dos, muy pequeñas y de alcance muy local) que es donde se concentraban la mayor parte de los problemas del sistema financiero español y que eran gobernadas mayoritariamente por políticos. Las cajas pagaron sus errores con la desaparición y con la conversión a bancos de las que sobrevivieron (excepto las excepciones mencionadas). Hoy son bancos con estructura de S.A. que se deben a sus accionistas, y no al conjunto de la sociedad como era antes. Esto es importante, porque la conversión fue una exigencia de los poderes públicos. De la misma forma que la redimensión y la búsqueda de una rentabilidad mínima son exigencias del supervisor (BCE o Banco de España, según entidades) que ha decidido tratar a todas las entidades, independientemente de su naturaleza societaria, de la misma forma. Y no es lo mismo una sociedad mercantil que una cooperativa. Aunque parezca una diferencia sutil, para la primera el beneficio es su razón de ser, para la segunda, la razón de ser es el servicio a los socios, siendo el beneficio un elemento para garantizar el suministro futuro del servicio.

La permanencia en el tiempo de unos tipos de interés bajos ha laminado la fuente tradicional del beneficio bancario, el diferencial entre tipos cobrados y pagados, obligando a las entidades a encontrar otras fuentes de ingresos (de ahí viene el aumento de las comisiones y el esfuerzo en la distribución de seguros y de instrumentos de inversión como los fondos).

Por otro lado, fruto del propio proceso de digitalización, a la banca tradicional (con redes de sucursales y amplias plantillas) le ha surgido un nuevo tipo de competidor (las denominadas fintech) que nacen en el entorno digital, que tienen costes fijos mucho menores y que ponen el foco en algunas partes especialmente jugosas de los servicios bancarios, como los pagos. Estas empresas están comenzando a mermar la rentabilidad de las entidades tradicionales que se ven obligadas a responder avanzando en sus propios procesos de digitalización y reduciendo sus costes operativos (oficinas y personal).

Resumiendo, el problema no es la banca, es la digitalización. Y la reducción de oficinas y personas en la banca no es fruto de la maldad intrínseca de este tipo de entidades, tiene que ver con las modificaciones del mapa financiero (menos entidades), con la forma en la que se llevó a cabo el saneamiento en la crisis de 2008 (bancarización de las cajas), con las exigencias regulatorias y con las condiciones competitivas que la propia digitalización ha alumbrado.

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