Un "zasca, en toda la boca" a la globalización


By Michael Vadon [CC BY-SA 2.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0)],
via Wikimedia Commons
Bienvenidos a la era de la globalización. Aquí, los mercados son globales, la cultura se uniformiza, se eliminan las barreras a la circulación de ideas y capitales (las personas son otra cuestión), las diferencias se diluyen y las mercancías atraviesan el planeta en pocos días a bajos precios.

Bienvenidos, pero no se pongan cómodos. Tal vez no se hayan fijado, pero estamos perdiendo altura, la velocidad de crucero se frena y comienzan a romperse los remiendos de la ropa de domingo que pensábamos llevábamos encima. Esa ropa que tan barata nos salió, la que nos compramos el mismo día que reservamos nuestras vacaciones por Internet ahorrando un dineral.

La globalización, sobre cuyas virtudes económicas no paramos de oír excelencias y horrores, tiene sutiles consecuencias sobre las sociedades. Las tecnologías de la comunicación han sido el verdadero elemento de revolución en este proceso. Ellas han permitido que muchos de los fenómenos que estamos viviendo tomen una dimensión sin precedentes. La anterior oleada globalizadora, la de finales del XIX y principios del XX, apenas contaba con el teléfono como herramienta de traslado de la información, un tam-tam comparado con la tecnología actual. Y aquella ola terminó rompiendo contra las rocas de un par de guerras mundiales.

No creo que sea casualidad. Las empresas encuentran en este entorno abierto el mejor de los ecosistemas para nacer y expandirse. Ellas son la salsa del sistema económico reinante. La destrucción creativa de Schumpeter muestra todo su potencial en estas condiciones.

Sin embargo, a este sistema tan eficiente, las condiciones particulares de las personas le traen sin cuidado, la competencia es feroz y si se permiten el lujo de tener corazón más allá del necesario para quedar bien ante los consumidores, otras empresas las orillarán o, peor aún, las comprarán. Además, en un mundo sin barreras el talento puede aparecer en cualquier parte y el trabajo es una mera commodity de la que apenas solo importa su precio (o, mejor aún, su bajo precio).

Sin embargo, y a pesar de la poderosa labor de lobby que muchas de las empresas emprenden, en nuestros Estados liberales el sujeto del derecho a voto es la persona, la física, no la jurídica. Y, por eso, merced a la democracia, los votantes (que también son consumidores, trabajadores y propietarios) pueden expresar sus preferencias o incluso su malestar más profundo. Muchos de ellos han sufrido en sus carnes alguno de los contratiempos de esa globalización: la pérdida de salarios en los trabajos poco cualificados, la desmoralización de sus empresas, la invasión de su cultura; en suma, un aumento considerable de la incertidumbre sobre el futuro.

En las sociedades no democráticas, las vías de expresión no pasan por las urnas, sino que encuentran otros caminos, como las revoluciones, las primaveras árabes o la militancia en movimientos como Daesh o Alqaeda. En las más cercanas a nosotros, al menos podemos votar. En nuestro caso, la sensación es de enfado con el sistema, nuestras esperanzas no encuentran un escenario favorable sobre el que proyectarse y culpamos a los artífices de las decisiones gubernamentales, ellos son parte de “la casta” sobre la que ejercen sus presiones las empresas. Y la forma de protestar, ya que solo podemos hacerlo cada 4 años es optar por opciones antisistema, normalmente de la izquierda o la derecha más extrema, que coinciden en su populismo y en sus promesas de mejoría y seguridad en el futuro que aún no se han visto frustradas (en esta generación). En cierta forma, el guerrillero sirio antigubernamental, el terrorista suicida que se inmola en un aeropuerto, el votante de Syriza, el que ha optado por el Brexit o el que ha elegido la papeleta de Trump son diferentes resultados del mismo problema: la falta de dimensión humana de la globalización (de esta globalización).

Las reacciones proteccionistas son la respuesta al miedo, al dolor de sentirse descolocado, inseguro respecto al futuro y presa del desinterés de los poderosos. La globalización se está enfrentando al reflujo de sus primeras envestidas. En cierta forma, posiblemente sean las propias tecnologías que han impulsado el proceso parte de la respuesta a muchos de nuestros males. Son una herramienta magnífica para ejercitar la transparencia por parte de empresas y políticos y el control por parte de los ciudadanos (votantes y consumidores). Y también es posible que una parte importante de las decisiones que se toman de forma indirecta a través de nuestros parlamentarios puedan ser adoptadas directamente por los ciudadanos votando las diferentes opciones.

La globalización está provocando, paradójicamente, que el sistema que la ha visto nacer tenga que transformarse para sobrevivirla. En ese punto estamos… Entre la posibilidad de alumbrar un mundo mejor, o la de hundirnos en un período de odio y desconfianza.

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