Tijeras, retazos y otras políticas de andar por casa

Desde hace días que quería comentar algo sobre las medidas tomadas por el gobierno de España para reconducir el déficit y acondicionar nuestra política económica a los dictados de los mercados internacionales de capitales y, sobretodo, a la estabilidad del euro. Y lo hago hoy porque esta mañana, en un un taxi por Madrid, oí unas declaraciones de nuestro presidente comentando la necesidad imperiosa de estas medidas para salvaguardar la estabilidad económica del Estado. Por poco me atraganto de la indignación. ¿No era este mismo Zapatero el que decía que España no iba a recortar absolutamente nada en el terreno social? Y si lo era, ¿por qué no se quedaba callado? O, mejor, ¿por qué no decía la verdad de una vez por todas? ¿Acaso nos estaba demostrando sus dotes de buen sofista?

Hay que decir en su descargo que estas medidas no las ha tomado por su propia voluntad, sino que se las han exigido desde todo el mundo. Los europeos porque la estabilidad y credibilidad de la moneda única estaba y está en juego (mucho más desde la debacle griega), y los estadounidenses porque una caída de la cotización de la divisa continental encarecería sus exportaciones, dificultando la salida de su crisis y acelerando nuevamente su déficit comercial.

Una de las enseñanzas de esta crisis es que los mercados financieros internacionales se han globalizado tanto que los males de unos (y más si ese uno tiene un cierto peso) terminan por afectar a la economía real de todos. El mecanismo es, además, sencillo: el drenaje de la liquidez y la huida hacia valores de extrema calidad. Y, si no hay liquidez en los mercados internacionales, no hay crédito en los nacionales. Y si no hay crédito, no hay actividad.

Como bien cuenta Jose Carlos Díez, Europa se dio cuenta tarde de que el affaire de las hipotecas subprime no era un problema meramente americano. A través de los mercados y de la mal llamada innovación financiera (que hasta ahora parece centrarse en la búsqueda de nuevos sistemas de apalancamiento financiero), los riesgos extraordinarios asumidos por las entidades hipotecarias estadounidenses se habían repartido por los balances de la banca mundial, dejando tocados a las entidades de la mitad del mundo acreedora. Ahora, Estados Unidos ha comprendido que el problema también se produce en la dirección contraria: si llueve en Europa, puede llegar a nevar en Nueva York.
Por eso Zapatero no ha tenido más remedio que actuar. Hasta ese momento, su estrategia había sido claramente la de dejar pasar el tiempo y llegar a las elecciones con la recesión superada. Y casi le sale. El Banco de España adelantaba su previsión de crecimiento del PIB del primer trimestre, en el que España abandonaba la recesión con un lacónico 0,1% intertrimestral. Poco importaba que nuestro ajuste tuviera un comportamiento diferencial en términos de empleo mucho mayor que en el conjunto de los países de nuestro entorno. Poco importaba que desde multitud de frentes se le pidiera al Gobierno un poco más de proactividad (incluso, desde los ámbitos de organismos internacionales) en materia de competitividad.

Poco importaba que el jefe del Estado pidiera en más de una ocasión un poco de visión de país al gobierno y la oposición. La cosa se arreglaba con un par de puntos de más en el IVA, la eliminación de la deducción por compra de vivienda y alguna cuestión cosmética. El crecimiento que seguro llegaría pronto acabaría con nuestros males como por arte de magia... Y, en esto estábamos, cuando cayó Grecia. Y el sistema volvió a tambalearse como en los peores tiempos de 2008. España batió el primer envite, pero la desconfianza (con o sin motivo, da igual) en el euro y el la capacidad de los países para mantenerlo alimentaron nuevos brotes contra España y Portugal. Entonces resultó evidente que había que hacer algo drástico para calmar los mercados. Y se hizo. Pero se hizo sin margen de maniobra, habiendo agotado el tiempo y las oportunidades que se habían producido en los dos años previos.
Los recortes del gasto y la inversión (no olvidemos la inversión, que bien planteada es crecimiento futuro) se han producido allí donde el Gobierno había jurado y perjurado que no se producirían. El cálculo político nos ha obligado a decisiones económicas de urgencia. Pero lo peor de este movimiento es que no es suficiente. Puede acallar las tensiones de los mercados temporalmente, pero no sirven para que España crezca. No se ha afrontado un plan de aumento de la eficiencia de la Administración (que sigue siendo exagerantemente lenta en algunos trámites; no se han hecho los deberes en el ámbito laboral (aunque se amagó hace unos meses); no se ha acordado un marco estable para la educación; y no se han revisado los incentivos supuestamente dirigidos a promover la actividad y el empleo. Es decir: estamos como antes, pero con los funcionarios cabreados y afectados en su poder adquisitivo –adiós al tímido repunte del consumo–, con la amenaza de la subida de los impuestos e igual de lejos que hace tres meses de la ansiada recuperación.
Esta economía necesita reajustarse a la baja en términos de coste para recuperar la competitividad que ya no podemos tener por la vía de la moneda. Así que mucho me temo que no terminarán las bajadas de salarios en los funcionarios: cuando veas las barbas de tu vecino recortar, pon las tuyas a remojar.

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