Confusión, no colusión

A raiz de la entrada anterior, los de El Diario de Almería me han pedido para el sábado un articulillo sobre este tema. Reconozco que he estado tentado de pedirle permiso a El Economista para que lo publicaran, pero al final he pensado que merecía la pena jugar a decir lo mismo pero de otra manera. A ser posible más gráfica y sencilla. No sé si lo habré logrado...



A veces las cosas no son lo que parecen. Un grupo de productores decide, de la noche a la mañana, no vender sus productos por debajo de un determinado precio. Si no se aporta más información, lo que parece es que estos productores están llegando a un acuerdo colusivo, de forma que comienzan a comportarse en la práctica como lo haría un monopolista, logrando obtener lo que los economistas definen como “beneficios extraordinarios”. Estos beneficios extraordinarios se obtendrían perjudicando, por supuesto, al consumidor que tendría que pagar más caros esos productos.
Sin embargo, en este esquema simple faltan algunos datos. Esos malvados productores son agricultores, o sus cooperativas, que efectivamente están acordando precios mínimos de venta. Pero esos precios mínimos buscan dejar de incurrir en pérdidas. Tampoco se cuenta que quien realmente controla el precio de los alimentos hoy día es la distribución minorista, que se ha concentrado y crecido en dimensión hasta alcanzar una posición que les permite forzar a los suministradores tanto en precios como en condiciones de pago y adquisición.
No se trata de considerar a la distribución minorista como la mala de la película. Sus empresas supieron leer las tendencias del mercado mejor que nadie y se adaptaron para aprovecharlas. Mientras, el resto de la cadena agroalimentaria apenas movió ficha. Sin embargo, si de lo que se trata es de mantener un mínimo de competencia, hay que ser ecuánimes y considerar todos los factores. Si hay un eslabón hoy que se comporta al estilo de un oligopolista, ese es el último. El resultado de ello, cruzado con la utilización de los productos de primera necesidad como banderín de enganche hacia los consumidores, lleva a que los agricultores estén vendiendo a pérdida durante gran parte de la campaña.
Ante esta realidad sólo le caben dos caminos (ya que el de la negociación está vedado, por la desigualdad de poder): a) reducir la oferta retirando producto (como por ejemplo la retirada de segundas categorías que ha propuesto Hortifruta en diversas ocasiones) o b) marcar un precio mínimo que garantice no entrar en pérdidas. Tal vez, las autoridades de la competencia deberían entrar a valorar si esos niveles marcados son o no son excesivos (en función de los costes de las explotaciones), en lugar de presumir que el acuerdo es colusivo per se. Tal vez, las autoridades de la competencia deberían estudiar el conjunto de la cadena alimentaria (de momento, sólo han analizado las relaciones de la distribución con la industria alimentaria). Y entonces, tal vez, entenderían que el origen de esos acuerdos de precios está en la confusión que rodea a los productores y no en el ánimo de colusión.

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