Del malestar de la globalización al 20M

El domingo pasado, una columna gigantesca de personas se manifestaba en Madrid bajo la defensa del mundo rural. Pensar que hay una sola razón detrás de todas y cada una de las personas que usaron la mañana del domingo para expresar su malestar es poco menos que absurdo, pero sí que podemos intentar sondear en torno a las causas principales. Lo intentaré en los próximos párrafos.

El telón de fondo de la globalización

Aunque es bastante cierto que la tendencia globalizadora posee una gran inercia, no lo es menos que desde el estallido de la crisis financiera internacional ha perdido mucho impulso y, desde luego, ha ganado muchos enemigos. A los economistas nos enseñan en las facultades que el comercio internacional es un juego en el que ganan dos sociedades que intercambian bienes. Unos y otros pueden especializarse en aquello en lo que son más eficientes y pueden adquirir bienes a unos precios más asequibles. En un mundo en el que se partía de mercados muy cerrados, incluso de una visión mercantilista en el que la riqueza era considerada como una tarta de la que, si otro daba un bocado más, era un bocado que tú ya no podríais disfrutar, las teorías del comercio internacional funcionaban perfectamente. En realidad, a nivel macro siempre han funcionado, incluso ahora, pero en las percepciones sociales la escala cuenta más de lo que pensábamos.
En el nivel microeconómico hay perdedores del comercio. Aquellos sectores que son menos eficientes y que deben dejar dejar de producir se convierten en motores de creación de frustración y paro. Pero, como decía, en un mundo que se abría al comercio poco poco, ronda tras ronda del GATT, tenía tiempo suficiente para absorber las pérdidas generadas, recolocar a los trabajadores en los sectores más eficientes y a reajustar la sociedad sin grandes problemas.

La irrupción de China y la tecnología disruptora

En los últimos tiempos de la globalización, además, han coincidido dos sucesos de elevadísimo impacto, que han trastocado los ritmos y la dimensión de los efectos negativos. El primero fue la irrupción de un auténtico gigante poblacional en el concierto internacional. China se sumó a la corriente mundial aportando una masa de mano de obra barata de más de 1.200 millones de personas, de forma que en un plazo relativamente escaso de tiempo se convirtió en la “fábrica del mundo”, acaparando la mayoría de las plantas de producción industrial intensivas en mano de obra.
El segundo factor fue la tecnología, particularmente la relacionada con las telecomunicaciones y la computación que ha generado un entorno de cambios rápidos de consecuencias radicales (el mundo 2CR), y que ha revolucionado sectores completos, por un lado, y que ha permitido una hipersegmentación de los procesos de diseño, producción y distribución de bienes y servicios. La combinación de estos dos factores con una mayor velocidad de crucero de la globalización terminó generando demasiados perdedores en demasiados sectores y en demasiados lugares.


En los últimos tiempos de la globalización, además, han coincidido dos sucesos de elevadísimo impacto: la irrupción de China y la tecnología disruptora

Los perdedores agroalimentarios

En Europa y Estados Unidos que contaban con unos mercados agrarios muy protegidos, las oleadas de apertura afectaron y siguen afectando a sus sistemas de producción de alimentos de forma diferencial, generando muchos perdedores en un sector muy distribuido por el territorio y principalmente desarrollado en zonas rurales, ya aquejadas de un menor pulso económico por otras razones.

Y llegó la crisis financiera

La crisis financiera internacional fue la gota que colmó el vaso. Las sociedades que acumulaban más perdedores (muchas de las occidentales) se vieron envueltas en una crisis cuyo epicentro se situaba en el sistema financiero (por el que circula el dinero que alimenta el funcionamiento del resto de los sectores) y en el centro simbólioco del capitalismo (Estados Unidos). Para colmo, en Europa la situación se vio agravada con unas medidas que castigaron especialmente a la ciudadanía de los países del sur y que generaron mucho dolor. La globalización, que había conectado profundamente economías y sistemas financieros sirvió de chivo expiatorio para muchos movimientos sociales y para muchos ciudadanos.
La lenta recuperación de aquella crisis no ayudó a minimizar lo que se denominó el “malestar de la globalización”, al que acompañó una desconfianza casi patológica con respecto a la clase política y a los bancos.

Éramos pocos y parió la pandemia

Y, de pronto, nos llegó la pandemia. Las costuras de las sociedades, que no habían tenido tiempo de reforzarse después de la crisis, volvieron a tensarse. Los países tuvieron que volver a endeudarse y quedaron en evidencia algunas de las debilidades de la globalización, como la dependencia excesiva en determinados bienes esenciales: el material médico o la alimentación, por ejemplo. Para colmo de males, la salida en tromba del confinamiento provocó un desajuste enorme entre oferta y demanda, así como grandes problemas de logística y transporte, provocando un repunte extraordinario de los precios de las materias primas y de los fletes de transporte. Problemas que, seguramente, se hubieran ido solucionando poco a poco.

En España, el incremento de los costes de producción afectó de forma diferencial al sector agroalimentario, dada la estructura desiquilibrada en términos de poder de la cadena de valor. Ganaderos, agricultores y pescadores no tienen capacidad alguna para influir sobre los precios de compra de los inputs, pero tampoco tienen demasiada sobre sus precios de venta, ya que sus clientes principales son empresas muy grandes que compiten en un mercado minorista en el que el precio bajo sigue siendo una potente herramienta y que, por tanto, van a retrasar todo lo que puedan el traslado de los aumentos de coste sobre sus clientes finales. Este sector agroalimentario al que se encumbró durante los momentos más dramáticos de la pandemia, se econtró de pronto con unos márgenes comerciales literalmente laminados. El malestar comenzaba a mutar en desesperación.

El malestar rural
En paralelo, como bien explica aquí Eduardo Moyano, el malestar rural (el ámbito espacial en el que desarrolla su actividad el sector agroalimentario), acumulaba razones para el cabreo: el vigor de la costa y las ciudades vaciaba de personas y servicios muchos de nuestros pueblos de la España rural, hasta el punto de que se acuñó (en realidad lo hizo Sergio del Molino) el término de España vacía, perfeccionado luego como España vaciada, Una expresión más de malestar.

Y, como en una película de catástrofes de los 70, llegó la invasión de Ucrania y las consecuencias económicas de la misma: especialmente el repunte de los precios de la energía y de muchas de las principales materias primas del sector agroalimentario, como los fertilizantes, los piensos y los propios carburantes.

La presión dentro de la olla es casi imposible de aguantar. En nuestro país, además, y posiblemente también consecuencia de ello, la polarización política ha alcanzado límites de récord. Los damnificados numerosísimos de la globalización (muchos de ellos en el sector agroalimentario), las empresas que han visto sus márgenes desaparecer y una ciudadanía que comienza a percibir una inflación que sabe mermará su bienestar. Todo eso junto explica de forma bastante certera las razones detrás de las huelgas de los transportistas y la enorme manifestación del pasado domingo, la expresión del malestar rural, hijo de una época tan compleja y dramática como apasionante para un científico social…

Foto: Diario Rural


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