El valor del medioambiente

Recuerdo que cuando impartía clases de Economía Mundial en la licenciatura de Dirección y Administración de Empresas y llegaba al tema de la pobreza, antes de meterme en materia, les contaba a mis alumnos las limitaciones del Producto Nacional Bruto como indicador de desarrollo. Y es que hay muchas cosas que no se tienen en cuenta a la hora de calcularlo. Por ejemplo, si yo contrato una asistenta, su trabajo se computa en el producto, pero si me caso con ella y dejo de pagarle el sueldo, entonces ya no se computa. Y, sin embargo, el trabajo se sigue haciendo.
Hoy, seguramente, añadiría un nuevo ejemplo, hecho pregunta: ¿por qué la tala de un árbol se computa en el PNB, pero su mantenimiento no? El árbol cortado nos ofrece muebles, palillos de dientes, artículos de artesanía, puertas, etc. Pero, sin cortar purifica el aire, sostiene el suelo fértil en su lugar, interviene en el ciclo del agua (tan importante para nosotros) y un largo etcétera que puede llegar a ser sorprendente. Y es que tendemos a dar de lado al medioambiente en nuestros cálculos económicos, ya sea porque nos resulta demasiado complicado hacer valoraciones sobre bienes y servicios que no suelen tener mercado, ya sea porque, simplemente no lo consideramos suficientemente importante, o porque desconocemos muchos de los bienes y servicios que nos provee el medioambiente.
Y, sin embargo, ya hay evidencias de diversas crisis ecológicas provocadas por el hombre que tienen consecuencias desastrosas sobre su nivel de desarrollo. A casi todo el mundo le suena el caso de los antiguos habitantes de la isla de Pascua, pero hay serios indicios que apuntan a una crisis de esta naturaleza podría explicar el colapso de la civilización maya. Recientemente he leído un informe elaborado por Le Monde Diplomatique, que pone de relieve la situación del planeta en muy diversos aspectos, desde los meramente económicos, a los relacionados con la salud o con el medio ambiente. Y, en este capítulo, el panorama es enormemente sombrío. Nuestra voracidad tiende a minimizar los riesgos a largo plazo, desplazados por los beneficios a corto. Los economistas llamamos a eso preferencia por la liquidez, una preferencia que encaja perfectamente en la estructura de pensamiento del homo economicus, pero que a veces se da de bruces contra el más mínimo sentido de la prudencia.
Todo el mundo sabe que si uno saca de una cuenta corriente más dinero del que mete, tarde o temprano, la cuenta tendrá números rojos. La naturaleza, en parte, funciona igual, aunque con alguna salvedad. Y las salvedades no suelen ser tranquilizadoras. Por ejemplo, una de ellas es la irreversibilidad de determinados procesos. Es decir, que llegados a un determinado umbral, es imposible volver a la situación de partida y el sistema busca un nuevo equilibrio. Es lo que pasa, por ejemplo, con el calentamiento global, cuyo umbral de irreversibilidad se ha estipulado en 2 grados centígrados.
Volviendo al PNB y a la forma en la que medimos nuestro nivel de desarrollo económico, tal vez habría que buscar formas de medida que involucren otros aspectos, bien habría que procurar introducir en las cuentas nacionales el cálculo de las producciones de los ecosistemas. De esta forma, seríamos conscientes de lo que “perdemos” en euros con nuestras actividades y, a lo mejor, andaríamos con cuidado a la hora de despilfarrar recursos ambientales.
De cualquier forma, la búsqueda de metodologías de cálculo de valores ambientales son necesarias para la evaluación de nuestro avance o retroceso hacia el desarrollo sostenible. Hay ya una abundante y creciente literatura científica al respecto, literatura que debe comenzar a salir de las revistas académicas y a colarse en los ministerios y, más allá, en las casas de los ciudadanos. Lo que está en juego no es baladí: aunque resulte grandilocuente, nos jugamos nuestro futuro como especie.

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