Vamos a comernos el desierto (Desert Run 2)

(Entrega anterior)

Un lema para cada día. Esa fue la propuesta de Luis, a la que me adherí de inmediato mandando tres lemas para las camisetas. “Vamos a comernos el desierto” era el primero de ellos. Así que esa fue nuestra primera equipación de la carrera.
El equipo al completo
La mañana del 28, ligeramente afectados por el cambio de hora y muy motivados por la adrenalina, desayunamos no demasiado temprano. La organización, perfecta durante toda la aventura, tuvo buen cuidado de permitirnos descansar algo más tras el viaje. Tras el desayuno fuimos a recoger nuestros dorsales y volvimos a las habitaciones a ponernos el uniforme de faena. A la salida nos encontramos con Miki, que estaba empeñado en hacer un documental desde dentro de la carrera. A pesar de su equipación pistacho, llamamos su atención y con él contribuyó a crearse expectación con las camisetas de los andaluces.
La gente en la salida estaba nerviosa. Detrás del hotel, saliendo por la Plaza de Cataluña –¿a qué no adivináis de dónde es uno de los dueños del Grupo Xaluca?– estaba montado el arco de salida-meta. Sonaban de fondo Carros de Fuego, We are the champions y demás melodías deportivas y animosas. El sol ya estaba casi en su apogeo, aunque la temperatura era bastante soportable y los corredores estiraban, trotaban o simplemente esperaban nerviosos la salida.


Salimos en dirección a las dunas. Aunque en un primer momento las rodeamos, corriendo por pistas en las que a menudo había zonas de arena, su amenaza estaba presente. Nuevamente la organización demostró su destreza, con unos avituallamientos cada 4,5 kilómetros en los que no faltaba agua ni frutas. La carrera pronto se rompió, los que competían por la victoria final abrieron hueco, quedando muy atrás los que, como yo, sólo aspirábamos a llegar.
El paso por las dunas, no por esperado, fue menos duro. La arena se metía en las zapatillas, a pesar de las polainas. A medida que se iba colando los pies tenían menos espacio para moverse y más complicado se hacía avanzar (ya, de por sí, bastante difícil). Para mi gusto la parte más complicada era la subida hacia las crestas de las dunas, en las que al final terminé caminando. Cuando por fin visualicé la meta, a un par de kilómetros, me permití subir el ritmo, aunque siempre con la mente centrada en los 62 kilómetros totales de la prueba.
Llegué muy entero y con un poco de pesar porque podría haber mantenido un ritmo más vivo. Como la llegada era el propio hotel, tras el calentón de la carrera pudimos refrescarnos en la piscina del hotel, mucho más fría de lo que cabía pensarse, demasiado para bañarse, pero estupenda para recuperar las piernas. Con el remojón y la cerveza de rigor nos fuimos a hacer las maletas, pues éstas debían salir antes que nosotros camino de las jaimas.
Tras la comida, en la que comenzamos a conocer a nuestros compañeros de mesa, tres chicos de Barcelona y un gaditano reconvertido en madrileño (y que en ese momento iba tercero), comenzaron las sorpresas. Primero nos pusieron unos turbantes azules (muy chulos, por cierto) y nos subimos de nuevo a nuestros todo terrenos. Hasan, nuestro chófer, resultó ser un loco de la autopista. Afortunadamente, la autopista del Sáhara no suele estar demasiado transitada.



La primera parada de la tarde fue a un yacimiento de fósiles. Este desierto fue hace más de 300 millones de años el fondo del océano, así que es posible encontrar amonites y otros fósiles del Devónico. Hasta allí fueron decenas de vendedores de recuerdos y artesanías basadas en los fósiles. Allí fueron decenas de chiquillos vendiendo colgantes a un euro. Y allí cayeron nuestros primeros dirhans también.
Tras los fósiles volvimos a los coches y con ellos nos fuimos al encuentro de los dromedarios. Nuestro Hasan, al más puro estilo Paris-Dakar, logró que llegáramos los primeros y, a pesar de que Aurora se negaba en redondo a subirse a uno de esos bichos, finalmente todos cabalgamos uno y partimos, de dos en dos, hacia las dunas de Merzouga.



Al llegar nos esperaba un puesto con agua, zumos, té y frutos secos. La idea era encaramarse a las crestas (a algunos nos costó sangre, sudor y lágrimas llegar hasta arriba) y ver desde allí el glorioso atardecer. A medida que el sol se iba ocultando en el Oeste, las sombras de las dunas se estiraban y los colores se iban apagando, de forma que cada vez que mirabas el paisaje era distinto. Cuando el sol desapareció, nuestros camelleros usaron las jarapas como trineos para bajarnos de la duna. Bueno, yo quise imitarlos y la bajé a su estilo: clavando los talones y corriendo pendiente abajo. Sorprendentemente lo logré sin caerme y sin que me entrara arena en las botas. Una vez abajo, nuestro Mohamed se convirtió en un comerciante de fósiles. 
El ocaso

Allí cayeron nuestros segundos dirhans, como no podía ser de otra forma, a cambio de una jabonera con amonites, una rosa del desierto y un fósil recortado.

Comité de recepción
Volvimos a los camellos y nos dirigimos al destino final del día: las jaimas de la Belle Etoile. Un hotel de tela en medio del desierto. A la entrada nos esperaba la música y, sobre las camas, unos vestidos especiales para la cena de esa noche. Antes de eso, no obstante, tuvimos la segunda reunión para recibir las explicaciones de la segunda etapa, que partiría muy temprano (demasiado) y nos llevaría entre dunas, pueblos y castillos hasta un nuevo destino.
La cena fue espectacular. No había bufé, pero a cambio pudimos degustar un excelente cous-cous y un asado de cordero simplemente excepcional. La noche, no demasiado fresca, invitaba al paseo. Acostumbrados a las noches de nuestras ciudades no podíamos ni imaginarnos lo más impresionante del lugar. Simplemente saliendo unos metros del campamento o subiendo al terrado de la recepción se podía contemplar el más alucinante de los cielos, repleto de estrellas y con la bruma de la Vía Láctea sobre nuestras cabezas. A punto estuvimos de pillar una tortícolis, pero hubiera merecido la pena.
Después de tanta arena y de tanta estrella nos fuimos camino de la cama alumbrando la senda con nuestras linternas y pensando para nuestros adentros: “joder, que playa más grande”.
Las jaimas al amanecer




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