Cuco, eres un inocente

Sigo en este post con la recuperación de los CUentos COrtos para un VErano COrto que escribí hace tres años. Como ya dije, todos fueron escritos sobre la marcha, en la herramienta de edición de la extinta web de Mac-Club.

Mi madre siempre me lo decía, "Cuco, eres muy inocente, todo el mundo te engaña". Tenía razón. Hasta el día de hoy mi vida puede resumirse como el resultado de una incesante corriente de mentiras en las que me he ido sumergiendo siempre sin darme cuenta. El primer gran engaño del que soy consciente fue mi familia, que yo creía propia y que resultó ser postiza, puesto que fui adoptado con pocos meses. O sea, que ni siquiera mi apellido, Vela, es realmente mío, por mucho que mis padres se empeñaran en afirmar que me querían como si me hubieran parido. Pero no me parieron. No me dijeron la verdad hasta los 18 años, cuando la vida ya me había señalado el camino que iba a seguir mi destino y cuando yo ya estaba convencido de que mi papel en este Universo era el de ser engañado una y otra vez. Para entonces, había caído en todas las tomaduras de pelo posibles en los juegos infantiles, desde esa de "dime cuánto cuesta el billete de autobús sin mover los labios", hasta una en la que la mayor parte de los compañeros del colegio se compincharon para hacerme creer que a Don Tomás lo había abducido una nave espacial en el patio.
Pero lo que realmente me hizo tomar conciencia de mi situación fue la mentira permanente de mi primera novia. Mientras nos limitábamos a tímidos arrumacos y besos en la oscuridad del cine, se dedicaba sistemáticamente a pasarse por la piedra a la mayor parte de mis supuestos amigos. Como siempre, no me enteré de nada hasta que resultó evidente que estaba embarazada. Yo era por entonces tan inocente que pensé que el hijo era mío, aunque no terminaba de comprender cómo había sido posible. Pero mi amor por ella estaba por encima de los dictados de la razón.
Menos mal que la razón de mi madre postiza estaba por encima de mi amor y tras someter a la chica a un tercer grado digno de las series de policías de la tele, la chica acabó confesando que no sabía quién era el padre, pero que estaba segura que no lo era yo. El enfado me duró meses. Aunque no tengo muy claro si lo que más me dolió fue el engaño o que finalmente no fuera a ser padre, circunstancia que había llegado a hacerme ilusión.
Mi paso por el instituto primero y la FP después no contribuyó a mejorar mi capacidad para descubrir la mentira. Antes al contrario, mi "inocencia" comenzó a ser explotada por los demás de forma sistemática. Hasta los profesores terminaron aprovechándose de ella. Por ejemplo, el de dibujo técnico logró que yo le hiciera unas láminas para su memoria de oposición con la excusa de que me serviría para subir nota. Me terminó poniendo el sobresaliente que ya tenía, con lo que la mejora sólo fue para él. Otras mentiras en las que comencé a caer sistemáticamente fueron las que salían por televisión, en los anuncios. Me tragué sin pestañear las ventajas de las pulseras magnéticas, o las bondades de los zumos en tetra brik. Incluso, lo reconozco, fui comprándome todas las nuevas maquinillas de afeitar que salían al mercado: cuantas más cuchillas, mejor.
Luego la cosa empeoró. Cuando quise comprar mi primera vivienda, la constructora resultó ser una estafa en la que perdí la mayor parte de mis ahorros de cinco años. Ni que decir tiene, a estas alturas, que la razón por la que perdí mi puesto como jefe de compras estaba relacionada con la facilidad con la que los proveedores me colaban productos de peor calidad a precios más elevados que a los demás.
Mi sino es el de ser permanentemente engañado por los demás. Así que he llegado a la firme convicción de que no merece la pena que me esfuerce por evitarlo, ya que mi naturaleza inocente no tiene cura; como constató nada más verme el psicólogo que me trata desde hace 10 años. Personaje que, por cierto, se ha hinchado de ganar dinero y fama con un libro en el que narra mis desventuras, todas ellas contadas en el diván en tiempo de consulta, y cara.
Por eso creo, Su Santidad, que la petición de beatificación en vida que han solicitado mis amigos está sobradamente justificada por mi fé inquebrantable en la bondad humana. Esta fé arranca desde lo más profundo de mi ser y, no se lo oculto, resultaría enormemente gratificante para mi madre adoptiva y para este que le escribe pasar a ser conocido en el barrio como San Cuco. Suyo afectísimo, Cuco Vela.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cambio de modelo, sí o sí

¿RSS-lo-cualo?

Mi planta de naranja lima, de José Mauro de Vasconcelos