Cuando pasen estos días coronavíricos, volveremos poco a poco a la normalidad. Una normalidad que habrá pasado de una desaceleración suave a una recesión intensa sin que haya detrás una motivación económica. En esta ocasión ha sido un virus quién ha puesto en jaque al conjunto de la economía mundial. Probablemente, urgidos por las necesidades del momento, olvidaremos deprisa algunas de las enseñanzas que este confinamiento nos está dejando. Olvidaremos el coste emocional de no poder cuidar a nuestros enfermos o de despedirnos de nuestros muertos; olvidaremos que, por una vez en mucho tiempo, toda la humanidad se ha tenido que enfrentar a un desafío que supera nuestras artificiales nacionalidades y fronteras, y olvidaremos el excelso trabajo de todas esas personas que han contribuido a mantenernos vivos a despecho de su propia salud, una vez que dejemos de aplaudir cada tarde a las ocho. Pero antes de que eso suceda quiero hacer notar una cuestión, cuanto menos curiosa. Casi tod
--> Tercera semana de encierro. Los recién publicados datos del paro y la afiliación han confirmado lo que ya se veía venir. El coronavirus nos ha encerrado en casa al tiempo que ha frenado en seco nuestra economía. Una crisis que no se ha producido por razones económicas; aquí no hay un sobreendeudamiento de los agentes económicos, no hay burbuja alguna que haya estallado, ni hay un sistema financiero trasladando el riesgo en el espacio, ni ocultándolo en productos estructurados en los que no se sabe si el gato de Schrödinger está vivo o muerto. Desgraciadamente, esta crisis tan extraordinaria ha llegado muy poco tiempo después de una de las más intensas de la historia. Y que tuvo unos costes sociales enormes en España. Muchos de los desequilibrios acumulados hasta 2008 se han corregido, como el endeudamiento excesivo de empresas y familias, o la sobrevaloración de los activos inmobiliarios; pero a muchas familias aún no habían llegado los buenos tiempos y se encontraban en u
Desde antiguo hemos usado como indicador del desarrollo de una civilización el número y tamaño de sus ciudades. Posiblemente esto se deba a que es más sencillo encontrar y analizar los restos antiguos de grandes aglomeraciones de personas (en los que hay más probabilidades de hallar edificios de grandes proporciones y de materiales más duraderos: palacios, templos, etc.); o a que entendemos el proceso civilizador como el tránsito de las sociedades tribales de cazadores-recolectores desde su vida móvil y, por fuerza, ligera de equipaje, hasta nuestra realidad de grandes urbes concentradoras de consumo, personas y riquezas. Por tanto, hemos considerado intrínsecamente bueno y hasta natural el proceso de urbanización de nuestras sociedades. Aunque, para ser completamente honestos, hay que reconocer que al menos desde los años 70 del pasado siglo hemos comenzado a ser plenamente conscientes de los problemas medioambientales y hasta psicológicos que la vida en torno a las grandes ciudad
¿y por que te quedas sólo con Zapatero y Rajoy?
ResponderEliminarYo quiero que tambien vaya Llamazares.